Cuando la inamovilidad llegó a la vida de Adolfo Aguilar, por suerte tenía llena la casa: Su mejor amigo y sus dos sobrinos acababan de llegar de Estados Unidos. Así, por estos días, comparte su tiempo entre ejercicios, un nuevo guion cinematográfico, alimentando sus redes sociales y cocinando para tener esos almuerzos donde los platos son una excusa para una larga sobremesa de risas.
Sabe que aún pueden venir más días, pero como hogareño que es no le importa ver el reloj y toma todo con calma. Eso sí, a su salida ya le puso sabor, y cuenta que ni bien se pueda abrir la puerta de la calle, irá por un ají de gallina. Un plato que por más que lo sabe cocinar, le da una pereza horrible entre una agenda que sus visitantes se han esmerado en recargar.
Adolfo siempre ha sido cariñoso, y pese a que este COVID-19 nos está reseteando algunas costumbres, él es consciente que le será muy difícil marcar distancias con las personas que lo quieren. No se imagina, mañana, negando un abrazo, un saludo o un beso. Para alguien que desde joven trabajó en cumplir su sueño de ser uno de los conductores televisivos más queridos del país, sabe que se debe a todas las personas que en algún momento lo dejaron entrar a sus casas desde un televisor. Para aquel niño que -en los ochenta- se bronceó el rostro pasando horas viendo cómo Pablo de Madalengoitia hacía lo qué algún día él soñaba hacer, la ingratitud no es posible.
Conducir diariamente un programa por ocho años, desarrolla en cualquier persona una capacidad de desdoblamiento inusual. Tener que salir todas las noches con una risa extra large y la energía propia de una sobredosis de RedBull, sin importar si tuviste un mal día, es un ejercicio macabro que te obliga a desarrollar un súper poder doloroso. Nadie puede ser feliz durante 2920 días seguidos, pero él admite que aprendió a hacerlo, o al menos a parecerlo. Incluso cuando sentía que la espalda se la partía y entre cortes comerciales se llenaba de pastillas para cuando la luz se volviera a prender. Tal vez por eso sabe que, por estos días, pase lo que pase, él es el responsable de contagiar la alegría en casa.
La última persona que vio afuera fue su mamá. En el último día que se podía salir se encargó de hacerle las compras. Ella tiene 77 años y entiende que por la edad es más vulnerable que todos nosotros a este maldito virus. Recuerda haberle dejado todo lo que necesitaba pero que no pudo abrazarla porque los protocolos, por estas horas, nos obligan a adormecer nuestros afectos. Lo cuenta mientras nos mira con ese sentimiento que deja el despedirse de alguien sin poder besarlo, pero disimulando que todo está bien. Lo dice triste pero sonriendo, así como lo hizo en varios de aquellos 2920 días consecutivos de tele.